El derecho a la protesta es condición de una vida en democracia. La Constitución colombiana de 1991 así lo consagra junto al carácter pluriétnico y multicultural de la nación. Resulta inadmisible que el ciudadano Iván Duque Márquez, hoy presidente, niegue a los ciudadanos este recurso democrático. Al militarizar las ciudades y no recriminar la brutalidad policial, que ha dejado cerca de 42 muertos en cerca de 20 días, da muestra de un profundo desprecio a la democracia, un desconocimiento deliberado de que la soberanía reside en el pueblo y que la función presidencial tiene que ver con la escucha atenta a las alternativas que la misma sociedad civil le está ofreciendo.
El presidente del gobierno colombiano caracteriza la protesta como “terrorismo urbano”. Pone en marcha un nuevo marco para continuar la guerra: la doctrina del enemigo interno dirigida a perseguir a la ciudadanía como muestran las aterradoras cifras de desaparecidos, muertes y violencia sexual que han tenido lugar estos días de paro. El uso desproporcionado de la fuerza pública ahonda así en los problemas de legitimidad del gobierno, pone en evidencia su estrategia de horadar el equilibrio de poderes ―garante del sistema constitucional democrático―, debilita la confianza de sus ciudadanos en las instituciones que deben garantizar el respeto a la vida, los derechos civiles y sociales. El discurso oficialista que informa al mundo de que Colombia sigue siendo una democracia lo desmienten los hechos recientes.
La ciudadanía colombiana está hablando claro. Sus demandas son básicas: 1) proteger y cuidar el acuerdo de paz, no ponerle trabas a su implementación. 2) Replantear la estructura de la fuerza pública y eliminar al Escuadrón Móvil Anti Disturbios (ESMAD). 3) Implementar políticas sociales que atiendan a la crisis económica que afecta a los sectores campesinos, a pequeños productores agrícolas y transportadores, y a la que ahora se suma la crisis sanitaria y el desempleo, y una temida reforma del sistema de pensiones y otra del sistema de salud que socavará las ya menguadas posibilidades de sacar una vida adelante para la mayoría de la población. A estas tres reivindicaciones se suma hoy la indignación por la violencia policial y la exigencia de que los crímenes cometidos por la fuerza pública no queden impunes.
El hartazgo de la pandemia ha jugado un papel clave en esta movilización masiva cuyo catalizador fue la reforma tributaria. Sin embargo, las demandas vienen de lejos. El 21 de noviembre de 2019, la ciudadanía tomó las calles en una jornada multitudinaria que sorprendió a los propios colombianos. El presidente y su gobierno acordaron dialogar con los diferentes sectores del paro, pero la pandemia dejó congelado el asunto. En septiembre de 2020, en pleno confinamiento, la Minga indígena(1) proveniente del Cauca marchó hasta Bogotá para demandar el cumplimiento de acuerdos sobre su territorio y la protección de la vida de sus miembros. El presidente no les atendió. Pero muchos otros ciudadanos se solidarizaron con su causa y aprendimos qué significaba un cuerpo de paz dentro de nuestras ciudades. Hoy, la Minga indígena se une a los estudiantes, los escudos azules, los campesinos, camioneros, los desempleados, los habitantes de la calle, las madres de los falsos positivos (6.402 según la Justicia Especial para la Paz -JEP) y a todas las que “se niegan a seguir pariendo hijos para la guerra”. A los jóvenes condenados a una vida sin futuro que encuentran en este paro la oportunidad de que por fin se les escuche. Al punto que prefieren morir en este frente a seguir pateando la calle sin horizonte o a que les obliguen a luchar en una guerra que no han elegido.
En las calles se escucha “Hay que parar para avanzar” y ahí se señala un lenguaje político diferente, un modo de construcción de lo común y lo social que asume que no hay posibilidad de cambio si no se estudian los problemas, se discuten y piensan colectivamente las alternativas. El paro no va a solucionarse con un diálogo por sectores sociales como espera el presidente. La salida la tienen las bases del paro y su reconocimiento como agentes políticos, como ciudadanos. Estas dos semanas de manifestaciones la ciudadanía ha tomado las calles haciendo ruedas de baile, cantando en duelo a los muertos, trovadores y raperos hacen rimas sobre el abandono del Estado, hay performances, se mezclan expresiones culturales que articulan discursos políticos. Ante las amenazas de gases lacrimógenos, y a pesar de las detenciones, se está cantando a la vida. Esto es algo fundamental y muestra que la ciudadanía está harta de la guerra civil encubierta, de que asesinen día sí y otro también a pesar del confinamiento, del hambre que ha aumentado con la pandemia y quiere recuperar el espacio público que, por años, le ha robado el conflicto armado, no teme; esta generación nueva ha perdido el miedo y eso hay que celebrarlo. La primera línea y la guardia indígena son garantes de paz en las manifestaciones, la gente no quiere más violencia. La gente quiere vivir. Acaso eso ¿es mucho pedir?
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Publicado originalmente en “El Salto“, 20-05-2021.